3 de septiembre de 2010

San Agustín: En busca de la felicidad

La felicidad es el bien más anhelado por los seres humanos. Todo ser humano aspira a ser feliz. Todos sus actos se encaminan a la consecución de tan excelso bien. Sin embargo, no es muy común conceptualizar la felicidad en la filosofía, muy pocos se han dedicado a escribir o hablar sobre la felicidad; tanto, que es algo difícil encontrar un tratado monográfico sobre la felicidad. Tal vez, la razón es que nos encontramos ante algo tan común y tan rutinario que es más productivo ocuparse en otros temas.
Por ello, vamos a detenernos en el pensamiento de San Agustín, filósofo y teólogo cristiano.[1]  Sus obras nos muestran la profundidad con que expresa todo su pensar. Hemos de investigar su abordaje del tema de la felicidad en su obra Confesiones
Así pues, en esta obra, San Agustín  refirió de forma autobiográfica, con apasionado estilo literario, los episodios más dramáticos de su vida. En sus páginas expuso vivencialmente parte de su pensamiento teológico y filosófico. Encontramos en ella claras descripciones, aproximaciones, al tema de la felicidad.


Desde niño San Agustín sobresalió por su capacidad intelectual, la cual le llevó a ser motivo de felicitaciones. Sin embargo, medita él mismo: “¿de que me sirvieron, Dios mío y verdadera vida mía, aquellos aplausos que siguieron a mi interpretación y que eran más numerosos que los de mis compañeros de clase, de mi edad? ¿No era esto humo y vanidad?”[2]. Esas coronas no lo hicieron feliz. Agustín nos muestra cómo desde la niñez los seres humanos buscan la felicidad, aunque no se posee conciencia clara de esta búsqueda.  San Agustín busca la felicidad y se encuentra vacío en sí mismo: sólo vive alegrías pasajeras. Era para él decepcionante: el busca una felicidad habitual
Agustín en su adolescencia llevó una vida muy lejos de los caminos de Dios. En efecto, él le dice: “yo por mi parte, me alejé de Ti y anduve sin rumbo en tus caminos durante mi adolescencia, demasiado desviado del equilibrio que me ofrecías y me convertí en un terreno empobrecido”[3]. San Agustín, al confesar ante Dios su mal proceder, muestra cómo el hecho de alejarse de Dios empobrece, lo hace desdichado.
Con dolor se arrepiente San Agustín de haberse apartado de Dios y, por consiguiente, de haber obrado de forma incorrecta. Lamenta: “si hubiera prestado más atención a estas palabras y me hubiera refrenado por el reino de los cielos (Mt. 19, 12) me sentiría más feliz a la espera de tu abrazo”[4]. Así expresa su nostalgia por la felicidad inadvertida. Porque es irreversible. Precisamente esto lo vivió Agustín: no escuchaba las palabras de su angustiada madre quien le aconsejaba día y noche sobre el camino, y esto trajo sus consecuencias.
En nuestros días encontramos cantidad de hombres y mujeres fracasados que buscan una razón para vivir, y acuden a esta forma de expresión: “si hubiese estudiado…”, “si hubiese obedecido…”, “si hubiese trabajado…”, “si hubiese aprovechado el tiempo…”  y no sólo fracasos, incluso desgracias son producto de esto. Efectivamente, volver el pensamiento hacia el pasado es pesaroso ya que se ve la oportunidad perdida. Esto lo llora Agustín en las Confesiones.  
Se lamenta San Agustín porque pudiendo refrenar sus pasiones por el reino de los cielos no lo hizo. De allí que, para él la felicidad no está en las cosas efímeras, ni en las alegrías que comúnmente conocemos. Para él la felicidad tiene génesis trascendente. 
De lo anteriormente expuesto se desprende que Agustín busca una felicidad más de ser que de tener. Escribe: “yo era un desdichado, como es desdichado todo ser humano prisionero del amor a las cosas temporales. Cuando las pierde queda destrozado. Y entonces es cuando se da cuenta de su desdicha, de la miseria que le hacía miserable incluso antes de perderla”[5].  En este sentido, Agustín se muestra como un prisionero, un hombre cuyo corazón, pensamiento y vida, estaban arraigados en las cosas temporales. Esto le impedía trascender a las cosas eternas: por esta razón él se considera miserable. Era culto pero no sabio.
En efecto, San Agustín se refiere a los bienes trascendentes. Éstos no se acaban, no se dañan, no se queman, nadie se los roba, ya que son de esencia inmaterial, y por ello su forma de adquisición es distinta. Se adquieren a través de la virtud.
Algo de sumo interés al hablar de los bienes espirituales es que pueden ser alcanzados por muchas personas al mismo tiempo. Es evidente que la felicidad en San Agustín es el bien espiritual máximo, los demás bienes espirituales se dirigen a ella.
En su búsqueda por la verdad, como hemos visto, Agustín se extravió por senderos que no conducían hacia ella, incluso fue a parar en la secta de los maniqueos cuando tenía 19 años. Sin embargo, después de darse cuenta de que sólo proponían engaños los dejó para unirse al catolicismo, la religión de su madre. Fue en esta religión donde Agustín comenzó a ver la verdad con mayor claridad a través de la predicación y la vida de San Ambrosio, el obispo de Milán. Por ello, él llegó a decir que, “iba aplazando día tras día vivir en Ti, pero no aplazaba morir en mí mismo cada día. Amaba la vida feliz pero me asustaba verla en su propio lugar y la buscaba huyendo de ella”[6]. Así oraba a Dios. Para Agustín, vivir lejos de Dios es morir en vida. Él siempre tuvo la felicidad cerca de sí, pero ésta era tan sencilla que él mismo, paradójicamente, no podía creer que se tratase del bien más anhelado por la humanidad y tenía miedo a las exigencias que para alcanzarla tenía que cumplir.
De acuerdo con esto, la humanidad sufriente anhela  descansar de tanto sufrimiento que experimenta a diario. Pero al igual que San Agustín, muchos humanos, demasiados, al buscar la felicidad huyen de ella. Para estas personas hay un mensaje agustiniano: “el descanso no está donde lo buscan. Busquen lo que buscan, pero que conste que no está donde lo buscan. Están buscando la vida feliz en la región de la muerte. No está allí ¿Cómo hallar la vida feliz donde ni siquiera hay vida?”[7]. Es cierto que todo cuanto hacemos lo hacemos movidos por nuestro deseo de felicidad; por esta razón, trabajamos, estudiamos, viajamos, comemos. Entre otras cosas, lo hacemos porque creemos que esas cosas nos van a dar nuestra realización como seres humanos. Y el mundo prosigue cada vez más sufriente y desconsolado. Olvidamos la trascendencia de nuestro ser y la dignidad que como personas tenemos. A la humanidad le urge saber dónde está la felicidad. Agustín la encontró en Dios, después de grandes equivocaciones. 
El obispo de Hipona llegó a decir: “nos has creado orientados hacia Ti, y nuestro corazón estará intranquilo hasta que descanse en Ti”[8]. Sólo en Dios el ser humano podrá saciar la sed de felicidad que le invade, pero ansía la eternidad, y tiene miedo a la muerte. Y es que Dios ha puesto en el ser humano un hambre y una sed de Él, pero el hombre las quiere saciar en lujos, placeres, riquezas, honores… olvidándose de Dios, la felicidad.
Al caer en cuenta Agustín de que había estado buscando la felicidad donde no estaba, se convirtió al cristianismo dejando atrás toda aquella vida que tantos problemas y desdichas le había traído a él y a su madre. De la decepción a la fe. Así lo vemos cuando dice: “Me convertiste a Ti de tal modo que ya no me preocupaba de buscar esposa ni me retenía esperanza alguna de este mundo”[9]. Según esto, la conversión significó para San Agustín un acontecimiento tal, que su forma de ver la realidad no volvió a ser la misma; ahora su esperanza y alegría estaba de tal modo en los bienes espirituales, que los bienes terrenos no significaban nada con respecto a aquellos. Llegó a la fe cristiana cuando buscaba afanosa y equivocadamente la felicidad.
 Por esta razón, San Agustín exclamó desde lo más profundo de su corazón, “¡Que agradable me resultó de golpe dejar la dulzura de las frivolidades! Antes tenía miedo de perderlas y ahora me gustaba dejarlas. Eras tú quien las ibas alejando de mí”[10]. En este sentido, Agustín dejó de ir tras aquellas cosas que no le darían la felicidad; dejo de ir tras las criaturas para ir tras el Creador. Éste es el único que podría darle lo que su corazón tanto anhelaba. Más aún, Dios es para Agustín más suave que todos los placeres, más alto que toda altura. Para Agustín su conversión significó dejar frivolidades, dejar cosas insustanciales.
Aclarando estos puntos, dejar las frivolidades no significa vivir solamente del espíritu. Dios ha creado al ser humano unitotal: cuerpo y alma. La persona unitotal es un don de Dios y como tal debe ser tratada. Las comodidades y los placeres en sí no son algo malo; se trata sólo de dar prioridad y coherencia a los valores. Nos referimos a la superioridad de los bienes espirituales sobre los materiales. Su ontología dicta su axiología. Una religiosa cuidando leprosos en el Camerún puede ser mucho más feliz que un magnate.
Vemos hoy jóvenes que como veletas que lleva el viento se mueven sin llegar  a ninguna parte. Como al Agustín joven, esto les hace más rebeldes y vacíos cada día. Igualmente, los mayores buscan la felicidad en las riquezas y una vez que las encuentran se ven en la misma situación: vanos y vacíos. Sus corazones siguen inquietos. 
En tales circunstancias similares, Agustín confesó: “nuestra reflexión llegó a la conclusión de que, frente al gozo de aquella vida, el placer de los sentidos corporales, por grande y luminoso que pueda ser, no tiene punto de comparación y ni siquiera es digno de que se le mencione”[11]. Cuando Agustín habla de aquella vida se refiere a la vida perdurable en el cielo. Dar prioridad a los bienes espirituales adquiere un mayor sentido aún.




[1]Considerado por la Iglesia Católica como el más grande de los Padres de la Iglesia, y uno de los más eminentes doctores de la Iglesia occidental
[2]SAN AGUSTÍN, Confesiones, Lib.I,17,27. CETA, Iquitos, 1986
[3] Ibid. Lib.II,10,18
[4] Ibid. Lib.II,2,3
[5] Ibid. Lib.IV,6,11
[6] Ibid. Lib.VI,11,20
[7] Ibid. Lib.IV,12,18
[8] Ibid. Lib.I,1,1
[9] Ibid. Lib.VIII,12,30
[10] Ibid. Lib.IX,1,1
[11] Ibid. Lib.IX,10,24                                     
[12] Ibid. Lib.X,23,33
[13] Ibid. Lib.X,23,34
[14]Ibid. Lib.X,22,32
[15] Ibid. Lib.XIII,8,9
[16] Ibid. Lib.XIII,1,1
[17] Ibid. Lib.X,20,29
[18] Ibid.
[19] Ibid.
[20] Ibid. Lib.X,21,30
[21] Ibid. Lib.X,31,31
[22] Ibid. Lib.X,23,33
[23] Ibid.

4 comentarios:

  1. Aunque, yo no juego, ajedrez, y no tengo ni idea de como se juega, estoy leyendo un libro que me hace recordar al papa de un sacerdote!!!no voy a decr el nombre del libro porque es malisimo, lo uníco importante y verdaderamente atrayente es en comentario acerca de la felicidad y aunque para mi la felicidad es una opcion de vida, para el autor del libro es un juego de ajedrez,y describe algo así:Hay filósofos que, a lo largo de la Historia,han comparado el juego del ajedrez con el "juego de la vida", incluso grandes estrategas de la antigüedad adoptaron el juego como referencia en la lucha militar.La cuestión es que, al igual que en la vida, en este juego no hay normas axiomáticas, sino referenciales, esto es, que las normas no tienen una aplicabilidad del cien por cien, sino que sirven como guía interna, pero en la realidad, la aplicación de esas normas dependen de otras circunstancias, externas o no, y relacionadas o no.En el juego del ajedrez, no basta con saber mover, sino que hay que apreciar factores como la iniciativa, el plan inicial, la memoria posicional, la estrategia de desarrollo, las tácticas ataque y defensa, las aperturas, los finales y el medio juego, el análisis posicional, la intuición, la práctica, el conocimiento del adversario, el del contexto situacional y ambiental, la suerte,Si entendemos la base de la estrategia general del juego del ajedrez, podremos apreciar el por qué muchos filósofos lo asemejaban con la lucha social, en dónde para sobrevivir no sólo hace falta conocer las normas sociales, sino saber utilizarlas. La sociedad tiene unos mecanismos que suelen no entenderse, como, por ejemplo, por qué se venden armas a terceros países cuando se han firmado protocolos para destruir esas mismas armas; o por qué nos espantamos cuando en una guerra mueren inocentes civiles o periodistas cuando en una guerra sólo hay muerte y destrucción de inocentes. Las normas sociales tienen mucho de cinismo y de hipocresía. Por otro lado, podríamos decir lo mismo del ejedrez para sociedad como para la felicidad. La consecución de ésta no tiene normas, por mucho que ahora nos inunden con innumerables acciones que pueden potenciar la sensación de felicidad, pero ésta es una mezcla de lo racional y de lo irracional, por lo que hay que profundizar en el análisis de ambos aspectos, si queremos crear nuestra propia estrategia de la felicidad... concluyo con esto, la FELICIDAD, con todas las letras mayusculas, es mas que un juego de ajedrez que un discurso filosofico, es mas que la vida terrenal.No tenemos excusa. Somos responsables de lo que somos. Si no queremos cambiar no es porque no podamos, sino por cualquier otra razón subyacente. Y la neurociencia lo ha comprobado y demostrado. La cuestión está en que afianzamos actitudes y comportamientos inherentes a nuestros entornos que se convierten en muchas ocasiones en una losa difícil de quitar de encima. No es de extrañar que nos venga a menudo ideas y pensamientos fúnebres que tienden a hundirnos como si de un gran lastre se tratase en el fondo del mar de la desesperación y la depresión. Pero no tenemos excusa, nuevamente lo digo, para que esto ocurra así, ni siquiera la más socorrida como la genética. La persona se hace, aunque se nazca con unas geniales o puñeteras condiciones genéticas, que si bien afectan, para bien o para mal, no son determinantes, aunque algunas parecen tan dispuestas a jodernos la existencia que se nos tornen insuperables. La memoria y la repetición de patrones configuran nuestra personalidad y comportamiento.Pero en realidad, repitiendo una idea que me gustaría reforzar, somos responsables de lo que somos y no tenemos excusa para decir que es no así.El cerebro nos engaña para volvernos perezosos para cambiar. La felicidad siempre está en constante movimiento, pero muchos se empecinan en manternerse inmutables.

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  2. Muy cierto Edeberto, si bien, la felicidad consiste en poseer todo lo que se necesita y saber utilizarlo (juego de ajedrez), ésto va mucho más allá, pues, en la vida hay que descubrir el carácter perfecto y divino que tiene la felicidad, y que sobrepasa el simple juego de ajedrez.

    Somos autores de nuestro destino, el constante movimiento de la vida, nos obliga cada día a empezar de nuevo cuando ya creíamos haber terminado. Es, precisamente, esta dinamicidad la que nos lleva a ser felices, porque no somos felices al alcanzar una meta, sino, en el camino hacia ella.

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  3. Pero según san Agustín la felicidad se logra al alcanzar el fin y uno no es feliz en el camino, su vida misma lo atestigua.

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  4. Señor Diacono. Tengo la siguiente duda teológica. Sabemos que no se mueve la hoja sin la voluntad superior. Entonces, ¿por qué podemos afirmar que somos arquitectos del destino? Por ejemplo, en el caso de San Agustín, el fue responsable de encontrar placer, ¿quién puso allí el placer y quien le dio a Agustín la capacidad de experimentarlo? No estaríamos más bien delante de un programa establecido de antemano para que al llegar al hartazgo, ¿busquemos los placeres trascendentales en la espiritualidad?

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